Cuando los conquistadores espa–oles conocieron la planta de girasol en el siglo XVI en AmŽrica, la exportaron, haciendo cruzar el mar a esas semillas asombrosas que se abrir’an despuŽs en los campos de cultivo europeos hasta llegar a Rusia y Ucrania en el siglo XVIII. En el ÒC—dice Ixtlilx—chitlÓ una ilustraci—n muestra a Nezahualpilli, hijo de Nezahualc—yotl, uno de los m‡s grandes poetas prehisp‡nicos, portando un ramo de girasoles. El hecho de que en el retrato real de Texcoco apareciera esta flor da una idea de lo apreciada que era su belleza. Desde esos tiempos de la prehispanidad, la semilla realiza un trayecto transatl‡ntico que la descubre a cielo abierto en nuevos campos de Europa, bajo geograf’as completamente opuestas. Pero la planta sigue la luz del sol, dondequiera. Y por lo mismo, m‡s all‡ de la producci—n de aceite de girasol que produce Ucrania y m‡s all‡ del uso de sus semillas, los tallos de hasta tres metros, los discos de flores radiantes y amarillas se han convertido en un s’mbolo. Un s’mbolo de la paz, el s’mbolo de un pa’s que reclama su derecho a ser libre.
Es sobre esos amarillos heridos por la invasi—n rusa que he pensado estos poemas. No s—lo porque hay una bot‡nica en guerra, sino porque hace m‡s de un a–o, millones de ucranianos protagonizan la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra mundial o sobreviven en ciudades rotas, carentes de agua y electricidad, entre pedazos de lo que fuera su vida.
Pienso en el amarillo desgarrado de Ucrania desde 2022, y aunque la poes’a no pueda salvar el mundo, puede tal vez detenerlo en alguna ventana por donde se cuela un poco de sol, y por donde entran las canciones divinas de flores erguidas y orgullosas en esta historia tr‡gica que aœn no termin—.